sábado, 9 de noviembre de 2013

UN CUENTO DE NAVIDAD


El sol ya se había ocultado por el horizonte y yo caminaba de vuelta hacia mi casa. Estaba en un lugar perdido, en las afueras de la ciudad. Allí no llegaban ni los servicios de limpieza, ni siquiera los postes de la luz. El ruido ensordecedor de la circulación se había quedado atrás y la luz eléctrica también me había abandonado, solo se veía en el fondo de la oscuridad una silueta de luces que marcaban las casas de la población. Caminaba a oscuras y en silencio con la única compañía de mis pensamientos y algún que otro ladrido lejano. Recordaba como en menos de un año había cambiado tanto nuestra vida. A mi mujer, Telesfora, le habían diagnosticado una tuberculosis acompañada de una fibromialgia que la tenía postrada e incapacitada todo el día en la casa. Gracias a su madre, Dña. Eulogia,  que vivía con nosotros, podía atender los quehaceres domésticos y a los tres hijos que teníamos, el mayor con nueve años y los otros de cinco y tres.

Durante el camino de vuelta recordaba que, otro día más, la búsqueda incesante de trabajo había sido inútil. Hacía más de un año que estaba en paro y el país se iba a la mierda. Todos los días despedían a miles de personas del trabajo y la pobreza iba en aumento. Las perspectivas según los políticos y la de sus amos eran muy pesimistas, no había un espacio para la esperanza y la dichosa crisis, que nos estrangulaba, se preveía que iba a durar varios años. El futuro era un cielo negro lleno de nubarrones, por esto no podía comprender por qué la gente actuaba como si no pasara nada.  Me preguntaba por qué en el centro de la ciudad ya estaban colocadas y levantadas las ofrendas al dios del Consumo y las luces de navidad. Aún faltan dos meses para la “noche buena”, el 24 de diciembre y ¡Ya están ahí! ¿A qué juegan estos políticos? ¿A quién pretenden engañar? ¿Por qué esta provocación? ¿Acaso para ocultar, a través de las luces de colores, la inmensa miseria de los desahuciados del capital?

Yo era un economista, creo que bueno y llevaba la contabilidad de dos grandes empresas hasta que hicieron un ERE y fui despedido. Mí día a día, era vagabundear por la ciudad y buscar trabajo, lo intenté en las comunidades de las viviendas para llevar la administración, en todos los sitios me decían que habían expulsado al administrador por lo de la crisis, ¿Usted me entiende?  ¿De camarero? Tampoco, porque decían que era demasiado viejo. Solo tengo 45 años pero mi calvicie prematura y las canas que había heredado de mi madre me daban un aspecto más mayor. ¿De albañil? ¿Dónde? Si desde hacía varios años no se construía una casa nueva, ¡Imposible! ¡Qué gran paradoja! Tener un título universitario era un hándicap para encontrar trabajo.   

Pero, a pesar de los problemas, mi mujer y yo éramos optimistas, nos queríamos y nuestros hijos eran nuestro motor y una bendición divina. Mi mujer trabajó de enfermera antes de sus dolencias y ahora no cobra ninguna ayuda porque era interina haciendo turnos nocturnos, algunas veces la veo llorar porque la situación cada vez está peor y es muy difícil de sobrellevar. 

Juntos podíamos superar todas las dificultades. Sin embargo,  solo nos quedaban cinco meses para cobrar una ayuda de 500 € al mes. Nos habían embargado y echado de nuestra casa por impago de la hipoteca y nos vimos obligados a vivir en un cuchitril de 40 metros cuadrados. La nueva casa era una semicueva y las condiciones muy precarias. Por todas estas circunstancias, mi mujer Telesfora tuvo una infección tuberculosa, aunque dijo el médico que se había contagiado en el hospital.   

Cuando llegué a nuestra casa, me la encontré llorando con gran desconsuelo, junto a ella estaban los niños muy asustados y nerviosos.

¡Por fin! Ya estás aquí ¿Por qué has tardado tanto? Ya sabes, he estado buscando trabajo, pero ¿Qué te pasa? parece que se ha muerto alguien. No, no se ha muerto nadie, por ahora,  aunque todo llegará. ¿Qué ha pasado? Han estado aquí los del Servicio Social, han venido a inspeccionar la casa porque se han enterado que tengo una tuberculosis y ellos piensan que puedo contagiar a los niños. Yo creo que nos van a quitar los hijos. ¡Anda ya! son figuraciones tuyas. Intenté calmarla pero mi esfuerzo no logró tranquilizarla.

Al día siguiente volvieron los del Ayuntamiento con una orden judicial junto a dos policías municipales. El miedo se reflejó en la cara de mi mujer y de mis hijos. Entraron a empujones en mi casa y se llevaron todo lo que teníamos, la casa enmudeció, Telesfora y yo, sin fuerzas, nos desplomamos en el suelo y el sufrimiento nos impidió soltar una sola lágrima. Nos quedamos abatidos, indefensos, impotentes y cargados de odio hacía un mundo que nos había arrebatado todo, incluso la dignidad como seres humanos.

Al mes de haber sido ultrajados, Telesfora, mi mujer, cayó muy enferma e ingresó en el hospital. En solo dos meses murió y los médicos no comprendieron porque había muerto, algunas enfermeras dijeron que no tenía ganas de vivir, que la vida sin sus hijos no tenía sentido. La noche del 24 de diciembre exhaló su último aliento. ¡Maldita sea la navidad y sus luces de fiesta! No comprenden que hay muchas familias que están sufriendo ocultadas tras el papel de celofán  de los mantecados de las monjas de clausura. Escondidos, aislados, invisibles ante el mundo exterior. Cuanto más aparece la normalidad hay más ostracismo y  silencio.

Hoy estoy en este hospital, me ingresaron la noche vieja por un delirium tremens y desde hace más de tres meses no sé nada de mis hijos.

Apaguemos las luces que nos deslumbran y ocultan lo que hay en la oscuridad.

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