lunes, 14 de enero de 2013

MADINAT ILBIRA, DEL ATAÚD A LA CUNA (I)


Madinat Ilbira (Medina Elvira), fue la ciudad más importante de la Vega de Granada entre los siglos VII y X, incluso tiene vestigios importantes de la época romana. En el siglo IX Abdehrraman II y Muhammad I construyeron su alcazaba y muy probablemente su mezquita mayor  (llamada “Aljama”). Su aparición y estudio de sus restos es muy reciente, fue declarada Bien de Interés Cultural (BIC) en el año 2004.
Por los datos que se disponen , Madinat Ilbira fue abandonada a finales del siglo X y de forma inmediata  aparece la ciudad de Granada que se estabiliza en el siglo XI, dicho de otra forma, Medina Elvira fue el ataúd y la cuna de Granada. Puede ser por “casualidad” que mi infancia se desarrolle en Sierra Elvira y que simbolice la referencia más significativa que tuve en mi juventud, así como, el lugar donde se formaron y moldearon mis huesos y mi alma. Mi nombre, también por “casualidad”, es Alhama ¿o Aljama? 
En el libro de los consejos de las pequeñas memorias de José Saramago, dice textualmente: “déjate llevar por el niño que fuiste”. Muchos señalan la importancia que tienen los primeros años de la vida, especialmente desde que se despierta la conciencia -“acabado de nacer”- hasta los nueve o diez años. Este despertar nos inundaba con tantas interrogantes y preguntas que, lejos de agobiarnos, nos ayudaba a comprender  todo el mundo nuevo que se nos abría como un gran caleidoscopio. Mi infancia y adolescencia estuvo transitada entre dos orillas, pasaba del “tiempo del aceite de hígado de bacalao” al “tiempo de rosas”. El tiempo de rosas se desplegó en “Madinat  Ilbiray comenzaba en la Plaza del Triunfo. Mi tía y yo, nos subíamos al tranvía 29, asignado a la línea 2 y cuyo destino final era Pinos Puente. Es difícil explicar todos los sentimientos que me inundaban en el momento de sentarme en aquellos vagones amarillos con los asientos de madera. Era uno de los momentos más felices de mi infancia, los otros, estaban relacionados con la soledad. Ante mis ojos, se despejaba un futuro con un color y una luz muy especial, olía a fogón, a alamedas y caracoles, a la carbonilla del tren, a agua de carbón muy caliente, a vapor de volcán, a launa para las “resculizas”, a corral, a pan de leña, a leche recién ordeñada. Era una explosión tan fuerte de los sentidos que mi corta edad no podía asimilar, pero lo más importante es que me sentía un niño mimado y querido.   
El viaje en el tranvía era una auténtica aventura, todo me sorprendía, desde el cobrador con su gorra de plato y los tickets de papel de fumar, el conductor cuando giraba la manivela y pulsaba con el pie la palanca de la campana para avisar a la gente a su paso, el camino que iba paralelo a las vías y por donde circulaban vehículos de todo tipo, incluidos carros tirados por burros, las alamedas de Atarfe y, especialmente, cuando aparecía al fondo la sierra para dirigirnos al “baño” de Sierra Elvira.  Adentrarnos en la sierra despertaba en mí el misterio del volcán adormecido de la “Raja Santa”, aunque a veces despedía una gran humareda de vapor blanco que nos encogía el corazón  y, además, donde decían que habían muerto más de un incauto por intentar desentrañar su secreto.
La llegada a Sierra Elvira era como una entrada triunfal del rey Boabdil, el Chico, en el reino Nazarí. Todos me esperaban con los brazos abiertos, aunque no todos, algunos como “el tío Pillo”, Enrique “pata palo” o D. Fernando, el maestro, eran más cautelosos en alegrías y bastante recelosos por lo que pudiera ocurrir. Además, allí conocí, por primera vez, el amor, platónico sí, pero al fin  y al cabo el Amor. Me enamoré de una señorita, bueno fueron dos a la vez, aunque tampoco lo tenía muy claro. Mis deseos oscilaban entre dos colores, el rojo y el negro. El rojo, era la pasión, pasión por una niña que, siendo del pueblo, era cantante y famosa entre los vecinos y que le gustaba utilizar vestidos de este color, tan atrevido, en sus actuaciones de las fiestas. Era una criatura de no más de 10 u 11 años y no intercambié ni una sola palabra en todas mis estancias en Sierra Elvira. Esto mismo ocurrió con otra  chica que siempre iba vestida de negro, me daba escalofríos ver a una niña tan pequeña con unos ropajes de abuelas y personas mayores. Le habían puesto luto por su hermano, tan pequeña ¡Qué crueldad! El color pálido de su piel, su mirada siempre triste y ausente, me hizo imaginar que esta podría ser  una buena mujer para compartir con ella toda mi vida, incluso cuando fuera mayor. ¡Yo era tan joven y ya con esta curiosa dicotomía! Mi vida en Sierra Elvira fue la etapa más feliz de mi infancia. He añorado la vida familiar que me proporcionaron, así como el cariño y el amor que me dieron y que intenté corresponder con mis “gansadas” cada día que estábamos juntos.










1 comentario:

  1. Lo he leido casi sin respirar. Que tiempos!!! Tan cerca y tan lejos...
    Un abrazo

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