viernes, 15 de febrero de 2013

LOS PEQUEÑOS DETALLES DE NUESTRA VIDA COTIDIANA


Es muy difícil recordar los acontecimientos de las “pequeñas cosas” de nuestra vida y que, tan importantes son, no solo en el pasado, sino en el presente, aunque sea más o menos remoto o inmediato. Hay galerías de la memoria que están cegadas y obstruidas y este olvido puede ser una amnesia protectora, incluso, de otros hechos coetáneos, que hemos querido, consciente o inconscientemente, borrar para el abandono. A veces, todos van en el mismo paquete. ¿Qué beneficios tiene la evocación de estos recuerdos? ¡No lo sé! Hacer un recordatorio de nuestra vida es una advertencia, un aviso y puede ser muy positivo o no. Hay acontecimientos buenos, otros anodinos e insignificantes y, los que nadie quiere recuperar, los abyectos. Pero, ¡Ojo! ¿Cuántos de estos son realmente infames y miserables? Hay que tener cierta cautela, necesitamos un mecanismo  de protección. Sin embargo, nuestro cerebro, que nos conoce mejor a nosotros mismos, puede ser nuestro garante para salvaguardar nuestra integridad.

 
Los espacios del tiempo en el recuerdo son diferentes, unas veces el reloj parecía detenerse, o, por el contrario, corría muy rápido hacia la noche. La oscuridad me marcaba el signo del tiempo. En muchas ocasiones, la piel fría del cristal de la ventana, congelaba mi cara, especialmente en los días de lluvia. Mi mirada se quedaba fija en las gotas de agua que caían a un ritmo muy cansino. La vida transcurría al mismo compás que el tren correo ¡Pocas veces llegaba a su destino! Los minutos eran horas, las horas días y los días parecían años. El aburrimiento marcaba mi desánimo y creía que nunca llegaría el nuevo día, especialmente cuando los nubarrones no aclaraban el cielo de un futuro azul que tanto añoraba. El tiempo quedaba suspendido en la angustia de la ingravidez.

 
La rutina de las cosas me exasperaba. Los objetos que me rodeaban parecían estar congelados, nada se movía: el aparador, la lámpara de brazos, el jarrón con aquellas bolitas grises colgadas de unos tallos tristes, los pañitos de croché, la radio adornada con un traje de encaje. Todo era gris, el techo, las paredes, las sillas, las ilusiones, la luz eléctrica, mi voluntad que se iba apagando con el día. La noche, la cama de mueble que tenía que hacer y deshacer todos los días, mis ojos abiertos como dos luciérnagas, la mirada hacia los ángulos rectos, mi interés por cortarlos con una catana afilada hasta desintegrarlos. Era un tiempo de demora, de impaciencia y de espera.  

 
Una de las horas más hermosas del día era el atardecer. Con la puesta de sol, la luz y los colores, iban avanzando onduladamente hacia la oscuridad. Los rayos de sol iluminaban las grises paredes de las casas que mostraban las heridas de guerra  por el paso del tiempo. Los rayos acariciaban los reflejos de cada rincón, calentando, plácidamente, las frías piedras adoquinadas del pavimento. La luz adoptaba tonalidades diferentes, especialmente cuando alumbraban las macetas que colgaban de los balcones. Ganaban por mayoría los geranios, la flor del pobre, muy vistoso en el color y ausente en el olor. Uno de los placeres más generosos del día, era sentir la caricia y el beso cálido de los rayos de sol sobre las mejillas. Me hacía cerrar los ojos y sumergirme en un sueño de amodorramiento que me congraciaba con los días aburridos y pesados ¡Valía la pena sentir estos minutos de felicidad! Me sentía en el centro del universo, era la estrella más importante de nuestro universo, el sol.

 
Mirar al firmamento atestado de estrellas era un gran acontecimiento, me sentía importante. Era, a la vez, insignificante, pero poderoso. Si yo, en este momento, estaba aquí era porque el destino me protegía y quería que fuera partícipe de este gran espectáculo, aunque, a veces, me producía cierto vértigo, especialmente cuando estaba tumbado en el suelo, boca arriba, con la mirada perdida en el cielo, pensaba que el mundo estaba al revés y que el suelo era el espacio, por eso me dirigía a toda velocidad en caída libre hacia arriba.

 
¡Cuántas sensaciones tiene la soledad! Crecí como un niño solitario pero no desamparado, era retraído y algo tímido. No necesitaba mucho del afecto, sin embargo, muchas veces me comportaba como un auténtico payaso. Si me sentía triste, la buena noticia era hacer sonreír a los demás con mis tonterías. Pero no siempre era reconocido y la mayoría de las veces ayudaba a todo lo contrario, la indignación de los otros era mi fuerza para no decaer en la tristeza de los demás.

 
Desde muy niño disfrutaba de las pequeñas cosas, no necesitaba juguetes complicados ni caros. Una simple caja de cartón, para hacer un camión o un fuerte de indios y cowboys; Un hueso de melocotón, para restregarlo con saliva en la acera de la calle y fabricar un pito; Unas chapas de botella o platicos junto a un garbanzo, para formar un equipo de futbol con los colores del Real Madrid o del Barcelona; Un palo y una rueda de metal recogida en las “delicias”, un estercolero próximo a mi casa, para fabricar un “aro” con el que podías viajar por todo el mundo y estar todo el día entretenido; Unos palillos de dientes con un trozo de papel, un alfiler y un hilo de coser, para fabricar un dardo y tirarlo a una diana; Una cuartilla de papel para hacer volar la imaginación en forma de avión; Unas bolas de arcilla, imprescindible para jugar a las canicas; Una lima desgastada, para jugar a eso, a la lima; Unos alfileres como barrotes junto a un tapón de corcho para fabricar una prisión y cazar a todas las moscas del mundo, que eran muchas; Una tabla de madera con cuatro cojinetes y hacer un fórmula uno y tirarnos a tumba abierta desde lo alto de la calle hacia abajo; Otras veces, organizábamos en el barrio batallas campales escatológicas, las armas procedían de las heces de los burros que era lo único móvil o vehículo que pasaba por la calle, por tanto, disponíamos de un abundante arsenal de armamento  y tantas y tantas cosas que ahora no recuerdo. Este era todo el universo que necesitaba para no aburrirme. 

 
Los acontecimientos, de mi vida cotidiana, a lo largo de mi infancia y adolescencia, tenían un denominador común “mi felicidad dependía básicamente de mí”, cada momento era especial y lo vivía así. Fui lo suficientemente maduro para comprender, desde muy joven, este principio. La actitud personal ante los problemas era solventarlos cuanto antes y hacerlo con mucho humor y “cachondeo”. Dicen que “el payaso cuando ríe oculta la pena dentro”, aunque esto tampoco me agobiaba demasiado. No he sido un niño llorón, ni en soledad ni en público. Prefería las “lágrimas de cocodrilo” a las de “sangre”. Esta vida no era un valle de lágrimas, aunque este fuera el aire que se respirara. Por esta razón, escapaba con mi soledad y disfrutaba con las pequeñas cosas.

 
Sin embargo, con los primeros afectos, elegidos libremente, te das cuenta que la complicidad es un regalo de la amistad. No se puede caminar, exclusivamente, como un homo clausus, los espacios son diferentes y los tiempos también. En la época de mi infancia, en la década de los 50 y comienzos de los 60, los niños éramos de la calle, aprendíamos prematuramente la importancia de la supervivencia y el contacto con los vecinos era algo habitual, por ejemplo, cuando moría alguien, los niños del barrio íbamos en bandada a visitar a la muerta o al muerto, se hacía con toda naturalidad e, incluso, los mayores nos facilitaban la entrada hasta situarnos en la misma cabecera del difunto. Este espectáculo estaba integrado en nuestras vidas y la presencia de un cadáver ejercía una atracción especial en nosotros, entre miedo y curiosidad. Desmenuzábamos todos los detalles que observábamos en el muerto. Como si fuéramos médicos forenses estudiábamos aspectos como la expresión de los ojos abiertos, la cara, la apariencia dormida, la boca abierta y, a veces, una mueca o una risa sardónica.

 
Aunque la muerte ha sido un hecho social inmutable, sin embargo, ha estado relacionada con cada momento histórico y en el lugar  donde se producía. La muerte es un reflejo de cada sociedad. En nuestro entorno se han producido cambios muy importantes, por ejemplo, hay un desplazamiento de la muerte y de los moribundos desde los hogares a los hospitales modernos. La muerte en el hospital se institucionaliza, aunque podría producirse en un ambiente más familiar. Es un proceso social de medicalización que conlleva a una gran deshumanización. Por ejemplo, las Unidades Especiales de Cuidados Intensivos, donde he trabajado tantos años, se transformaron en la antesala del aislamiento y la soledad previa al "exitus laetalis". La "muerte social" que sufre un enfermo antes de morir es evidente en estas sociedades tecnificadas y modernas, aunque no sean imprescindibles para este fin. Al sujeto se le expropia de  su familia y de las redes sociales, además, se le confina en un espacio físico saturado de "enigmas" y tecnología. La idea Goffmiana sobre el proceso de institucionalización y la pérdida de control del sujeto, por parte del sistema sanitario, es muy importante.

 
¿Cuáles son los pequeños detalles que nos alegran la vida y que te hacen sonreír cada día? La felicidad no es una lotería, sabemos que las probabilidades de que te toque son infinitesimales, sin embargo, son los pequeños detalles los que nos hacen la vida más fácil. Casi nunca valen dinero, son gestos, caricias, sensaciones, percepciones del mundo que nos rodea, decía Albert Einstein que "Mi religión consiste en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que se revela en los pequeños detalles que somos capaces de percibir con nuestra débil y enclencle mente”.

 
Conforme pasa el tiempo se van acumulando depósitos de prejuicios en nuestra cabeza.  Algunos llaman a esto “sentido común”. Es cierto que nos ayuda a esquivar muchos golpes en la vida, a valorar lo trascendente de lo prudente. Creo que ha sido una de mis mejores virtudes, el sentido común, además de que me ayudó a disfrutar más y mejor de las pequeñas cosas. Es obvio, que si este sentido común te paraliza a la hora de tomar tus propias decisiones, hay que implantar la cuarentena. El exceso, como quedarse corto, no son los caminos más adecuados para disfrutar de la vida. Sin embargo, los prejuicios negativos son dañinos, especialmente si están llenos de oscuridad y nos impiden ver toda la realidad, especialmente con los focos encendidos, en este caso, mi recomendación es dejarse llevar por la intuición, que no es mala, todo lo contrario. Hay que apoyar las decisiones que “te pida el cuerpo” y no son irracionales. Nuestro cerebro, que no descansa nunca, está procesando continuamente la información, muchas veces no aflora al exterior, pero esto no quiere decir que las decisiones sean irreflexivas, todo lo contrario, ¡Haz lo que te pida tu “intuición”! en un porcentaje muy alto acertarás, al menos a mi me ha servido y, sobre todo, te quedas más contento contigo mismo. Por este motivo, a veces es más útil tener menos sentido común y más intuición.

 Pocas cosas son realmente importantes en esta vida y conforme avanza el tiempo se va cribando la realidad hasta reducirla  a lo minúsculo, a lo diminuto, a lo trascendente, a lo vitalmente importante. La cuestión es si ¿Hay vida después de la muerte? Como no lo sabemos y nadie lo sabe, lo que sí conocemos es que ¡Hay vida antes de la muerte! Es la única certidumbre importante que tenemos ¡Aprovechémosla! especialmente cuando el tiempo, nuestro aliado y enemigo, es tan cruel con la inexistencia. Pasamos de un tiempo inerte y congelado a otro, que es un relámpago en la oscuridad. Por lo tanto, ¿Qué es lo más importante de la vida? evidentemente, ¡No estar muerto! Sin duda, la certidumbre es la impermanencia. Así de simple y de complejo. La magia de nuestra vida está en las pequeñas cosas, pero hay que saber encontrarlas ¡No es tan fácil! Cada uno tenemos nuestro propio universo, no todos los mundos son iguales. Investiga y búscate a ti mismo, aquí no valen los consejos. Este es el reto.

 

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