Es muy difícil recordar los
acontecimientos de las “pequeñas cosas” de nuestra vida y que, tan importantes
son, no solo en el pasado, sino en el presente, aunque sea más o menos remoto o
inmediato. Hay galerías de la memoria que están cegadas y obstruidas y este
olvido puede ser una amnesia protectora, incluso, de otros hechos coetáneos,
que hemos querido, consciente o inconscientemente, borrar para el abandono. A
veces, todos van en el mismo paquete. ¿Qué beneficios tiene la evocación de
estos recuerdos? ¡No lo sé! Hacer un recordatorio de nuestra vida es una
advertencia, un aviso y puede ser muy positivo o no. Hay acontecimientos
buenos, otros anodinos e insignificantes y, los que nadie quiere recuperar, los
abyectos. Pero, ¡Ojo! ¿Cuántos de estos son realmente infames y miserables? Hay
que tener cierta cautela, necesitamos un mecanismo de protección. Sin embargo, nuestro cerebro,
que nos conoce mejor a nosotros mismos, puede ser nuestro garante para salvaguardar
nuestra integridad.
Los espacios del tiempo en el
recuerdo son diferentes, unas veces el reloj parecía detenerse, o, por el
contrario, corría muy rápido hacia la noche. La oscuridad me marcaba el signo
del tiempo. En muchas ocasiones, la piel fría del cristal de la ventana,
congelaba mi cara, especialmente en los días de lluvia. Mi mirada se quedaba
fija en las gotas de agua que caían a un ritmo muy cansino. La vida transcurría
al mismo compás que el tren correo ¡Pocas veces llegaba a su destino! Los minutos
eran horas, las horas días y los días parecían años. El aburrimiento marcaba mi
desánimo y creía que nunca llegaría el nuevo día, especialmente cuando los
nubarrones no aclaraban el cielo de un futuro azul que tanto añoraba. El tiempo
quedaba suspendido en la angustia de la ingravidez.
La rutina de las cosas me
exasperaba. Los objetos que me rodeaban parecían estar congelados, nada se
movía: el aparador, la lámpara de brazos, el jarrón con aquellas bolitas grises
colgadas de unos tallos tristes, los pañitos de croché, la radio adornada con
un traje de encaje. Todo era gris, el techo, las paredes, las sillas, las
ilusiones, la luz eléctrica, mi voluntad que se iba apagando con el día. La
noche, la cama de mueble que tenía que hacer y deshacer todos los días, mis
ojos abiertos como dos luciérnagas, la mirada hacia los ángulos rectos, mi
interés por cortarlos con una catana afilada hasta desintegrarlos. Era un
tiempo de demora, de impaciencia y de espera.
Una de las horas más hermosas del
día era el atardecer. Con la puesta de sol, la luz y los colores, iban
avanzando onduladamente hacia la oscuridad. Los rayos de sol iluminaban las
grises paredes de las casas que mostraban las heridas de guerra por el paso del tiempo. Los rayos acariciaban
los reflejos de cada rincón, calentando, plácidamente, las frías piedras
adoquinadas del pavimento. La luz adoptaba tonalidades diferentes,
especialmente cuando alumbraban las macetas que colgaban de los balcones.
Ganaban por mayoría los geranios, la flor del pobre, muy vistoso en el color y
ausente en el olor. Uno de los placeres más generosos del día, era sentir la
caricia y el beso cálido de los rayos de sol sobre las mejillas. Me hacía
cerrar los ojos y sumergirme en un sueño de amodorramiento que me congraciaba
con los días aburridos y pesados ¡Valía la pena sentir estos minutos de
felicidad! Me sentía en el centro del universo, era la estrella más importante
de nuestro universo, el sol.
Mirar al firmamento atestado de
estrellas era un gran acontecimiento, me sentía importante. Era, a la vez,
insignificante, pero poderoso. Si yo, en este momento, estaba aquí era porque
el destino me protegía y quería que fuera partícipe de este gran espectáculo,
aunque, a veces, me producía cierto vértigo, especialmente cuando estaba
tumbado en el suelo, boca arriba, con la mirada perdida en el cielo, pensaba
que el mundo estaba al revés y que el suelo era el espacio, por eso me dirigía
a toda velocidad en caída libre hacia arriba.
¡Cuántas sensaciones tiene la
soledad! Crecí como un niño solitario pero no desamparado, era retraído y algo
tímido. No necesitaba mucho del afecto, sin embargo, muchas veces me comportaba
como un auténtico payaso. Si me sentía triste, la buena noticia era hacer
sonreír a los demás con mis tonterías. Pero no siempre era reconocido y la
mayoría de las veces ayudaba a todo lo contrario, la indignación de los otros
era mi fuerza para no decaer en la tristeza de los demás.
Desde muy niño disfrutaba de las
pequeñas cosas, no necesitaba juguetes complicados ni caros. Una simple caja de
cartón, para hacer un camión o un fuerte de indios y cowboys; Un hueso de
melocotón, para restregarlo con saliva en la acera de la calle y fabricar un
pito; Unas chapas de botella o platicos junto a un garbanzo, para formar un
equipo de futbol con los colores del Real Madrid o del Barcelona; Un palo y una
rueda de metal recogida en las “delicias”, un estercolero próximo a mi casa,
para fabricar un “aro” con el que podías viajar por todo el mundo y estar todo
el día entretenido; Unos palillos de dientes con un trozo de papel, un alfiler
y un hilo de coser, para fabricar un dardo y tirarlo a una diana; Una cuartilla
de papel para hacer volar la imaginación en forma de avión; Unas bolas de
arcilla, imprescindible para jugar a las canicas; Una lima desgastada, para
jugar a eso, a la lima; Unos alfileres como barrotes junto a un tapón de corcho
para fabricar una prisión y cazar a todas las moscas del mundo, que eran
muchas; Una tabla de madera con cuatro cojinetes y hacer un fórmula uno y
tirarnos a tumba abierta desde lo alto de la calle hacia abajo; Otras veces,
organizábamos en el barrio batallas campales escatológicas, las armas procedían
de las heces de los burros que era lo único móvil o vehículo que pasaba por la
calle, por tanto, disponíamos de un abundante arsenal de armamento y tantas y tantas cosas que ahora no
recuerdo. Este era todo el universo que necesitaba para no aburrirme.
Los acontecimientos, de mi vida
cotidiana, a lo largo de mi infancia y adolescencia, tenían un denominador
común “mi felicidad dependía básicamente
de mí”, cada momento era especial y lo vivía así. Fui lo suficientemente
maduro para comprender, desde muy joven, este principio. La actitud personal
ante los problemas era solventarlos cuanto antes y hacerlo con mucho humor y
“cachondeo”. Dicen que “el payaso cuando ríe oculta la pena dentro”, aunque
esto tampoco me agobiaba demasiado. No he sido un niño llorón, ni en soledad ni
en público. Prefería las “lágrimas de cocodrilo” a las de “sangre”. Esta vida
no era un valle de lágrimas, aunque este fuera el aire que se respirara. Por
esta razón, escapaba con mi soledad y disfrutaba con las pequeñas cosas.
Sin embargo, con los primeros
afectos, elegidos libremente, te das cuenta que la complicidad es un regalo de
la amistad. No se puede caminar, exclusivamente, como un homo clausus, los espacios son diferentes y los tiempos también. En
la época de mi infancia, en la década de los 50 y comienzos de los 60, los
niños éramos de la calle, aprendíamos prematuramente la importancia de la
supervivencia y el contacto con los vecinos era algo habitual, por ejemplo,
cuando moría alguien, los niños del barrio íbamos en bandada a visitar a la
muerta o al muerto, se hacía con toda naturalidad e, incluso, los mayores nos facilitaban
la entrada hasta situarnos en la misma cabecera del difunto. Este espectáculo
estaba integrado en nuestras vidas y la presencia de un cadáver ejercía una
atracción especial en nosotros, entre miedo y curiosidad. Desmenuzábamos todos
los detalles que observábamos en el muerto. Como si fuéramos médicos forenses
estudiábamos aspectos como la expresión de los ojos abiertos, la cara, la
apariencia dormida, la boca abierta y, a veces, una mueca o una risa sardónica.
Aunque la muerte ha sido un hecho social
inmutable, sin embargo, ha estado relacionada con cada momento histórico y en
el lugar donde se producía. La muerte es
un reflejo de cada sociedad. En nuestro entorno se han producido cambios muy
importantes, por ejemplo, hay un desplazamiento de la muerte y de los
moribundos desde los hogares a los hospitales modernos. La muerte en el
hospital se institucionaliza, aunque podría producirse en un ambiente más
familiar. Es un proceso social de medicalización que conlleva a una gran
deshumanización. Por ejemplo, las Unidades Especiales de Cuidados Intensivos,
donde he trabajado tantos años, se transformaron en la antesala del aislamiento
y la soledad previa al "exitus
laetalis". La "muerte social" que sufre un enfermo antes de
morir es evidente en estas sociedades tecnificadas y modernas, aunque no sean
imprescindibles para este fin. Al sujeto se le expropia de su familia y de las redes sociales, además,
se le confina en un espacio físico saturado de "enigmas" y
tecnología. La idea Goffmiana sobre el proceso de institucionalización y la
pérdida de control del sujeto, por parte del sistema sanitario, es muy
importante.
¿Cuáles son los pequeños detalles
que nos alegran la vida y que te hacen sonreír cada día? La felicidad no es una
lotería, sabemos que las probabilidades de que te toque son infinitesimales,
sin embargo, son los pequeños detalles los que nos hacen la vida más fácil.
Casi nunca valen dinero, son gestos, caricias, sensaciones, percepciones del
mundo que nos rodea, decía Albert Einstein que "Mi
religión consiste en una humilde admiración del ilimitado espíritu superior que
se revela en los pequeños detalles
que somos capaces de percibir con nuestra débil y enclencle mente”.
Conforme
pasa el tiempo se van acumulando depósitos de prejuicios en nuestra
cabeza. Algunos llaman a esto “sentido
común”. Es cierto que nos ayuda a esquivar muchos golpes en la vida, a valorar
lo trascendente de lo prudente. Creo que ha sido una de mis mejores virtudes, el sentido común, además de que me ayudó
a disfrutar más y mejor de las pequeñas cosas. Es obvio, que si este sentido
común te paraliza a la hora de tomar tus propias decisiones, hay que implantar
la cuarentena. El exceso, como quedarse corto, no son los caminos más adecuados
para disfrutar de la vida. Sin embargo, los prejuicios negativos son dañinos,
especialmente si están llenos de oscuridad y nos impiden ver toda la realidad,
especialmente con los focos encendidos, en este caso, mi recomendación es
dejarse llevar por la intuición, que no es mala, todo lo contrario. Hay que
apoyar las decisiones que “te pida el cuerpo” y no son irracionales. Nuestro
cerebro, que no descansa nunca, está procesando continuamente la información,
muchas veces no aflora al exterior, pero esto no quiere decir que las
decisiones sean irreflexivas, todo lo contrario, ¡Haz lo que te pida tu
“intuición”! en un porcentaje muy alto acertarás, al menos a mi me ha servido
y, sobre todo, te quedas más contento contigo mismo. Por este motivo, a veces
es más útil tener menos sentido común y más intuición.
Es un interesante blog enverda me ayudado mucho gracias pro eso.
ResponderEliminarGracias Aurelio. Un abrazo
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