Esta
historia comenzó hace muchos años, tantos que parece de otra época, casi a
mediados del siglo pasado. Me da vergüenza contarla y que alguien piense que
estoy narrando mi propia vida. Todo comenzó en una cueva, era un lugar
bellísimo donde organizaban fiestas y guateques. Yo me encontraba allí casi por
casualidad, aunque con la perspectiva del tiempo y lo descreído que soy hoy día,
ya que cada vez pienso menos en la atribución de la razón a todos los
acontecimientos de la vida, es muy probable que fuera cosa del destino. Cada
vez que recuerdo aquellos momentos me zarandean como si hubieran pasado ayer,
la emoción me recorre todo mi cuerpo, empezando por el cuero cabelludo hasta
cada centímetro de mi piel y se me eriza de igual manera como cuando de niño me
ladraba un perro, siento como toda mi epidermis queda acorchada, parece una
especie de coraza que me protege y aísla de todo lo que me rodea.
Recuerdo
aquella muchacha rubia con su abrigo blanco, los ojos celestes y una sonrisa
que me llenaba de paz y de alegría. Desde ese primer momento no necesitábamos
hablar mucho, nos comunicábamos con la mirada, con gestos y parecía desprender
un halo blanquecino que me envolvía y me colmaba de felicidad. En aquellos
momentos no era muy consciente de lo que me pasaba, solo me transportaba a un
mundo que me hacía olvidar de donde venía y los problemas de mi vida cotidiana.
De una manera, aparentemente inconsciente, cuando la tenía entre mis brazos
bailando y aspirando su olor, su aroma, me embriagó de tal forma que salieron
de mi boca unas palabras que me sorprendieron a mí mismo. Me sentí muy turbado,
casi avergonzado por mi atrevimiento, durante unos segundos la observé
esperando que me recriminara, sin embargo, estaba tan azorada que no pudo
reaccionar. Uf! pensé, esta vez me he escapado.
Cuando
acabó la fiesta, bajamos la colina abandonando la cueva, íbamos en silencio, no
sabía que decir, debía pedirle disculpas pero, de nuevo, sin saber por qué, le
ofrecí que se apoyara en mi brazo para que no tropezara por la vereda que nos
conducía a la ciudad. Quedé muy sorprendido porque sin hacer ningún gesto se
cogió de mi brazo y, de pronto, todo cambió. El camino, bordeado por yucas y
con las luces de la ciudad al fondo, me pareció que estaba en otra dimensión,
en otro lugar o, más bien, en una nube. Hablamos muy poco, solo algunos
comentarios intranscendentes, pero la sensación que tenía era que habíamos
caminado juntos toda la vida, cogidos uno del otro. Pareció detenerse el tiempo,
aunque íbamos caminado, nunca llegábamos al final de la cuesta, incluso hoy día
lo recuerdo como unos momentos eternos, fueron minutos, segundos, sin espacio
de tiempo.
Al
dejar el camino y pisar el asfalto seguíamos agarrados uno al otro, yo la
apretaba con fuerza a mi codo y ella se aferraba fuertemente a mí. En ese
momento comprendí que había otra vida, muy diferente a la mía que era más bien
triste, aburrida, sin motivo para la esperanza. ¡Íbamos del brazo! Y era ella,
esa niña que aglutinaba como un imán a todos mis amigos, fueran varones o
mujeres ¿Cómo podría definirla? Era diferente, única, muy bella por dentro y
más por fuera, su alegría era contagiosa, limpia, inocente, con una pizca de
ingenio e ironía que nos sorprendía continuamente. Muy querida por sus amig@s,
nunca le conocí ningún “enemig@”, simplemente porque jamás los tuvo.
Me
sentía muy afortunado solo con estar a su lado. Cuando llegamos a su casa y nos
despedimos, confiando en vernos al día siguiente, comprobé que en mi brazo y en
mi mano había quedado impregnado su aroma, su olor, su presencia, este era el gran
regalo que me había dejado en un día tan importante para mí. Comprobé que, en
el camino de vuelta hacia mi casa, había desaparecido, como por arte de magia,
la pesadumbre que siempre me acompañaba al volver a un hogar donde precisamente
yo no era muy feliz.
Al
día siguiente paseamos juntos y al otro y al otro también, hasta que
entrecruzamos los dedos en la cuesta Escoriaza para “probar” una historia de
amor. Cada día era diferente, un nuevo día, un amanecer distinto, una ilusión
renovada día a día. Hubo palomas blancas que se perdieron por el rio, tardes de
lágrimas y llanto, abrazados bajo la cruz de piedra en el Carmen de los
Mártires y la pregunta, terrible pregunta, pero ¿Por qué lloras? ¿Has dejado de
quererme? ¡No, no, es porque te quiero mucho! ¡Uf! No eran mariposas en el
estómago, eran dragones de fuego que nos fundían como al plomo y nos calentaban
con mucha fuerza.
Así
pasaron los años, viviendo una “vida cotidiana” que, al parecer, no es tan
cotidiana, pero que es la vida, nuestra vida. Su luz siempre me acompañó, una
luz dorada y blanca que envuelve a todo aquel que se le acerca, tiene
suficiente para calentar y abrigar a toda la humanidad. Una luz que nos salva
de la mediocridad de tantas y tantas vidas necesitadas de la adulación, que no
del respeto, de la indignidad, de la injusticia, de tantos y tantos seres
humanos que están braceando día a día en el fango de la intolerancia y del
desprecio.
Cuesta Escoriaza, Granada.
Noviembre de 1967
Siempre juntos!! TQ
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