Quien iba a decirme a mí que a la “vejez viruelas” iba a estudiar para
el oficio de escritor. A lo largo de mi vida laboral y/o profesional he
transitado por muchas veredas y, en algunos casos, auténticas autopistas,
aunque debo confesar que las aventuras más satisfactorias y placenteras
tuvieron lugar en los caminos rurales donde aún no había llegado la modernidad
y mucho menos el asfalto. Recuerdo aquellos años cuando fui médico de pueblo y me
desplazaba en una especie de burro mecánico para llegar a lugares casi
inaccesibles. Cuando entraba en la aldea, hacía sonar la bocina para avisar a los
vecinos de mi llegada, al igual que hacían otros vendedores ambulantes, como
por ejemplo: el panadero, el afilador, el cartero o el reparador de muebles. En
mi caso, un solo viaje valía por dos, ya que hacía funciones de médico y de
boticario y en un cortijo que, amablemente me cedían, organizaba en una
habitación la consulta y en otra la farmacia.
En los años setenta, compatibilizaba mi poca experiencia en medicina
rural que me ocupaba parte del verano, con el trabajo en el hospital.
Desarrollaba mis tareas en cinco pueblos simultáneamente, en dos estaba toda la
semana y en el resto, lo hacía a través de viajes a días alternos. Estos desplazamientos
suponían una experiencia fantástica y rozaba casi la ficción. Tenía la
sensación de realizar un viaje en el tiempo, era como si atrasara el reloj más
de un siglo. Solo había cambiado una cosa y era el pequeño arsenal farmacéutico
que transportaba (la industria del sector actuaba ya como los fabricantes de
las lavadoras) y, cómo no, el gran avance de los antibióticos que tenía en mi
botica. Por lo demás, me sorprendía mucho la sencillez de estas personas que
vivían tan aisladas de la modernidad y que estaban impregnadas de una pobreza tan generosa que,
en más de una ocasión, me ruborizaba.
El viaje que hacía para desplazarme a los tres pueblos de la serranía,
era inolvidable. El contacto con la naturaleza, casi virgen, me renovaba con
grandes dosis de “iones negativos”. Es difícil describir todos los paisajes,
colores y olores que aún perduran en mi memoria. Recuerdo el color rojo del
campo cuando aún los herbicidas no habían acabado con las amapolas y con el
resto de la vegetación. El sonido ambiente más habitual era el del canto de los
pájaros, hasta que los biocidas y el DDT lo apagaron sustituyéndolo por el
silencio. El aroma de la tierra mezclada con el tufo a estiércol, no me
resultaba nada desagradable, especialmente porque en la facultad nos enseñaron a diagnosticar los olores, ya
que hay enfermedades que huelen de una determinada manera, como el olor a paja
mojada, a manzanas o el de la misma orina. En este periodo de mi vida, pude
aprender de la sabiduría de los viejos del lugar, tanto o más, que en la propia facultad.
Cuando volvía a la ciudad y a mi hospital, el cambio era muy
perturbador y me producía cierto estremecimiento ya que tenía que enfundarme, de
nuevo, en una “casulla” diferente, la de
la “excelencia” y la tecnología. De nuevo, un viaje de retorno en el túnel del tiempo. El contraste era tan
grande que, a veces, me desesperaba y quería volver, de nuevo, a las tripas de
la tierra, a nuestro pasado más remoto, a nuestros orígenes, pero era
imposible, estaba diseñado y programado para ser un humanoide. El doctor
Frankenstein, mi maestro, me reclamaba ante un mundo feliz y cibernético, donde
el control y la programación permitían colonizar el futuro. El salto era espectacular
porque se viajaba al siglo XXI en un “plisplás”. Además, La Unidad donde
trabajaba parecía una auténtica cápsula espacial, llamada la “UVI”. Todos
íbamos con trajes parecidos a los de los “astronautas” y el aparataje, respecto
al que tenía en los pueblos era comparable a la diferencia de la época medieval
a la guerra de las galaxias. En esos años, comenzaba a germinar la nueva
tecnología punta y teníamos la fortuna de poder adentrarnos, con enorme
curiosidad, en el interior del cuerpo humano. Los cateterismos de Swan-Ganz,
los respiradores Bennett MA 2 cuyos instrumentos se parecían al cuadro de
mandos de un Jet, eran algunos ejemplos
de un futuro esperanzador. Algún día
contaré todas las contradicciones que pude vivir entre estos dos mundos tan
diferentes.
Sigamos con los saltos en el tiempo y volvamos al día de hoy. Después
de los azares que he tenido que vivir y disfrutar, me planteo recuperar una
vieja afición que tenía de adolescente, la escritura. Recuerdo que mi primo
Enrique me introdujo en la lectura, entre otros, de los existencialistas, cuando yo solo tenía
15 años y a partir de ahí empecé a esbozar frases con cierto sentido.
Posteriormente cambié mi afición literaria por la científica, investigar y
publicar trabajos fue la ocupación que me
hizo olvidar la literatura. Reconozco que el estudio y el trabajo de la
medicina me “embrutecieron” bastante (esta dura afirmación podré explicarla en
otro momento). Solo veía a través de un ojo, el otro estaba cerrado a otras
sensaciones más mundanas y frívolas, pero más gozosas. Pasaron muchos años para
que recuperara parte de lo perdido y fue al cumplir los cuarenta años cuando me
decidí matricularme en el Conservatorio
Superior de Música para estudiar violín.

Este oficio, donde trabajo de becario, me facilita la creación y el
entretenimiento, aunque a veces este viaje me lleve a la contradicción y a tener
algunos recelos cuando me pongo delante del ordenador. Sin embargo, a pesar de
todo me siento comprometido con esta aventura y tengo muy claro que no espero
resultados espectaculares. Mi destino es el “tránsito”, por lo tanto, el
“movimiento” y la “comunicación”. Sólo me ocupo del trayecto, que ya es
suficiente.
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