martes, 28 de mayo de 2013

¡VIVA LA MÚSICA!


¿Como esas melodías tan bellas y que me conmovían tanto, se podían escribir en un pentagrama? Esta era para mí una de las grandes incógnitas del “misterio” de la música ¿Cómo escribir un sentimiento, una emoción? ¡Era tan mágico! ¿Podría yo aprender la lectura de la música? Estaba dispuesto a conseguir este objetivo y justificaría todos los sacrificios para alcanzarlo. Mi apego a la música clásica fue tardío, lento, progresivo y marcado por el compás de mis sentimientos.
Cuando decidí darle un giro copernicano a mi vida a los 40, inicié todo un proyecto de cambio que me llevaría a comprender y amar la música aún más. Me matriculé en el Real Conservatorio Superior de Música de Granada, mis compañeros de clase de solfeo eran niños de diez años y aunque no me crean hice buenos amigos. A los dos años de solfeo inicié las clases de instrumento, eran individuales y mi relación con la profesora de violín muy profesional, aunque antes de dar clases en el Conservatorio, ya había tenido hasta tres profesores de la Orquesta Ciudad de Granada. Recuerdo un mejicano que me enseñó solo a coger el violín durante varios meses, para él esto era lo más importante, así como, sentir la música en las “tripas”, después desgraciadamente se tuvo que ir a su país. Otros profesores fueron el matrimonio polaco, Margarita y Joaquín Kopito, este último me ayudó mucho y conservo de él una amistad entrañable. Esta fue una etapa muy feliz de mi vida. Cambié de prioridades y pronto comprendí que hubiera pasado si cuando era un niño de 10 años y veía todos los días pasar por la puerta de mi casa a Moleón, un amigo de mi edad, con un violín bajo el brazo, hubiera yo podido estudiar música. Pero en aquella época era algo impensable, primero por la economía ya que valía dinero el violín y las clases. Mi familia era pobre de “solemnidad interior”, aunque no tanto de cara a la galería, pero además, esto de la música y, especialmente el violín era una extravagancia difícil de entender en mi entorno social.

Los momentos más felices relacionado con la música no fue, ni siquiera, mi tiempo para escuchar mis melodías favoritas, fuese en mi casa o en una sala de conciertos. Recuerdo con pasión y felicidad extrema el día que fui convocado como violín segundo en la orquesta de estudiantes del Conservatorio. El programa empezaba con el Canon de Pachelbel. Recuerdo que cuando me vi en el interior de la orquesta como “maestro”  esperando la orden del director tuve un “chute” de endorfinas que me hizo volar. En los dedos de una mano coloqué el arco en posición y cuando comenzó y sentí todos los instrumentos tocar, la música me envolvió como una ola gigante que entró por cada rincón de mi piel, penetrando y haciendo vibrar cada célula de mi cuerpo. Mi felicidad fue absoluta, así como mi desconcierto, en fracciones de segundo me vi perdido, quería disfrutar al máximo ese momento y me olvidé de la partitura. Me sentí espectador desde el ojo del huracán. Pronto recuperé la normalidad aunque fue difícil compatibilizar la técnica con las emociones, pero lo conseguí, ahí quedará en el recuerdo de los anales de mi pequeña biografía musical. 

También soy aficionado al jazz y para mí el jazz es la heterodoxia, no solo en la música, también en la forma de afrontar nuestra propia vida. Podemos hacerlo a través del orden, el control, lo previsible, la seguridad que nos ofrece una vida planificada y bien ordenada. O bien, nos podemos instalar en la imprevisión, el des-orden, la improvisación  y el caos. Somos tan contradictorios que amamos una cosa y la otra, el problema es la decisión de instalarnos en el lugar preferido en ese momento, podemos vivir en el orden y bucear esporádicamente en el caos, o bien, a la inversa. Estas situaciones no son antagónicas, todo lo contrario son las dos caras de la misma moneda, a veces necesitamos el orden y la preservación y otras el caos e, incluso, la auto demolición necesaria para renacer de nuevo.

En julio de 2010, en el Festival de Jazz de la Costa Almuñecar (Granada), Stanley Clarke y su banda junto a Hiromi nos introdujeron en una excitación aparentemente caótica, con una música dislocada e imprevisible, sin embargo, el ritmo, la composición y la técnica nos transportaron a la combinación de dos “elementos” reflejados en los instrumentos, la “tierra” y el “fuego”. El bajo y el contrabajo junto a la batería y el piano de Hiromi y el teclado de Sirota desplegaban todo un cúmulo de  sensaciones.

Reconozco que amo la disciplina, la armonía y el caos. Me gusta un concierto sinfónico, su boato, el orden, las normas y las reglas que los homogenizan, las actitudes de los músicos, altiva y, a veces, distante, ellos son los “maestros”. Esos trajes de pingüinos, sus miradas perdidas en el limbo de los dioses. No hay espacios para la improvisación, todo es protocolo, inmodificable bajo ninguna condición, queda en el atril con sus partituras. Pero también, amo el des-orden, la espontaneidad, la improvisación, la ausencia de etiqueta, la actitud cercana de los “músicos” en el concierto, los aplausos y sus interrupciones. En definitiva, amo la música.



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